¡Gracias Juanki!

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¡Gracias Juanki!

Todo. El talento y la clase que ha compartido Juan Carlos Navarro durante los 20 años como profesional han significado todo para el baloncesto. Ha logrado hacer más grande el deporte en general y el de la pelota naranja en particular, reuniendo a millones de personas delante de la televisión, llenando pabellones, creando escuela, sirviendo de ejemplo e inspiración para miles de chavales que cada día disfrutan y se divierten jugando.

Más allá de los números, mucho más allá de los numerosos trofeos y premios y de las estadísticas inimitables, está el cómo lo ha logrado. Tan amado por sus hinchas como odiado por sus rivales. Las dos caras de la misma moneda, esa en la que la admiración infinita genera ambas emociones. La tranquilidad que da tener de tu lado al talento más puro, y el pavor que da tener delante a un asesino en la pista. Ese que te mata de mil formas diferentes, y que da igual lo que hagas.

Como ya sucediera en su día con el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos, Michael Jordan, con Navarro también ha habido todo tipo de sistemas y estrategias para tratar simplemente bajar sus porcentajes, y ya con eso te podías dar por satisfecho, porque sabía que no lo ibas a poder parar.

Desde la estrategia común y conocida de “atacar a Navarro” para cansar y cargar de faltas, a dobles defensas para que soltara el balón, a usar el contacto para sacarlo del partido.

Nada. Nada de lo que hicieras podía con él. Su talento evolucionaba en cada situación que le presentaban, como si de una maquina se tratara. Inteligencia infinita. Aprendió a usar su cuerpo y usar las ayudas de sus compañeros, se convirtió en una de los máximos asistentes, y cuanto más le empujabas, más se motivaba, castigándote hasta que lo único que te quedaba era ponerte en pie y aplaudir.

Hizo del triple una amenaza constante, y ha sido uno de los que han cambiado el baloncesto gracias a esto. Su velocidad de ejecución, los carretones infinitos, las cremalleras para salir y encontrar la mejor solución han puesto en pie a todos los pabellones por donde ha pasado. Y un sido muchos. Muchísimos.

En la memoria esos gestos que quedan en la retina de todos; triples a una pierna, innumerables tiros por elevación, lo que se terminó bautizando como “bomba” por el gran público y por el periodismo en general (a pesar de que ese apelativo viniera del efecto que causaba en sus comienzos profesionales cuando entraba en la cancha, una “bomba de relojería”), o la salida en reverso de espaldas saliendo por el lado contrario al bloqueo, son sólo algunos de los detalles que mucho más allá de fundamentos individuales de ataque tiene que ver con un cerebro capaz de procesar la información más rápido que nadie para tomar siempre la mejor decisión.

Ni su cuerpo delgado y poco atlético, ni su escaso peso, ni su justa estatura para su posición fueron impedimentos para la elaboración de su juego. Al contrario, hizo de cada uno de sus teóricos déficits un arma de destrucción masiva que utilizaba sin piedad contra sus rivales.

Tanto es así que ni los fornidos americanos en su propia liga NBA en el único año que quiso cruzar el charco, ni en sus enfrentamientos con España, fueron capaces de frenar al #11.

Da igual si es el mejor jugador europeo, español, del FC Barcelona (quien tiene la responsabilidad de arrancarnos el corazón con esta decisión), o de su barrio. Da igual si tuvo mejor % en T3, o si anotó más puntos, jugó más partidos, o fue más decisivo. Ha creado una escuela, una forma de jugar, ha cambiado el mundo.

Por todo esto sólo podemos ponernos de pie un día más y aplaudir al grito de ¡Gracias Juanki!.

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